Luis Marín / Lenguaje Socialista Avanzado

Luis Marín / Lenguaje Socialista Avanzado

24/7/2009
El lenguaje racista cayó en desuso con el fin de la II Guerra Mundial, hasta ese entonces tuvo un status, digamos, pseudocientífico; desafortunadamente, la caída del muro de Berlín no ha traído un subsecuente decaimiento del lenguaje clasista, que es la exacta contrapartida de aquél.

Es comprensible que en la naciente Organización de las Naciones Unidas no se hubiera planteado la necesidad de proscribir las teorías clasistas, como contrarias a la dignidad de la persona humana, porque buena parte de las potencias fundadoras estaban dirigidas o influidas por partidos que profesaban ese tipo de doctrinas.
Pero una vez desmantelado el imperio soviético y China Comunista decretara “el fin de la lucha de clases”, es pertinente la esperanza de que la comunidad de naciones decida execrar el clasismo, de la misma manera y por las mismas razones que decidió proscribir el racismo.

La ONU proclama como uno de sus objetivos fundamentales la edificación de una sociedad libre de toda forma de segregación y discriminación, que sean factores de odio y división entre los hombres, para exaltar la dignidad de la persona humana por encima de cualquier otra consideración, por lo que tampoco sería admisible basándose en condiciones económicas y sociales.

Es raro que no se haya advertido que estigmatizar, etiquetar, clasificar a seres humanos con fines aniquiladores es obviamente contrario al principio de igualdad ante la ley, que debe regir la conducta de todo Estado civilizado, que suscriben la declaración universal de los derechos humanos.

No se debe proclamar ningún tipo de supremacía de clase, ni considerar a otros seres humanos como indignos de la protección legal del Estado, por considerarlos como miembros de una clase destinada a la extinción.

Vale recordar que cuando el Contralor General de la República, Clodosbaldo Russian, presentó su lista de cientos de inhabilitados para poder optar a cargos de elección popular, los calificó de “pequeño burgueses”, en tono despectivo, tratándolos como miembros de una categoría social que se podía privar de derechos civiles y políticos con un criterio claramente clasista.

Dicen los socialistas que no pretenden aniquilar físicamente a quienes marcan con la etiqueta de burgueses o pequeño burgueses, sino crear las condiciones materiales para que esas clases no existan; pero eso es lo mismo que decir que no quieren eliminar a los blancos sino crear las condiciones materiales para que los blancos no existan.

La ONU se deslinda contra las teorías racistas, asimismo debería reconocer que las teorías clasistas son “científicamente falsas, moralmente condenables y socialmente peligrosas y que nada justifica la discriminación por ninguna causa, ni en la teoría ni en la práctica”.

De acuerdo con el desarrollo alcanzado por la ciencia y la tecnología, ya no hay nadie en los países civilizados que sostenga que exista algo así como una ciencia clasista, como por ejemplo se postuló alguna vez en la Academia de Ciencias de la URSS: que la matemática era una ciencia burguesa y que había que crear una “matemática proletaria”. Sería un exceso de ironía preguntarse cuáles pueden haber sido los avances que hayan alcanzado en esa dirección.

Lo cierto es que Rusia abandonó estos prejuicios, como lo había hecho la socialdemocracia alemana ya en los años 30 del siglo pasado, es decir, los mismos inventores del adefesio lo repudiaron, no sin que sus países pagaran un altísimo precio. ¿Hay alguna razón para que estas ideas “socialmente peligrosas” sigan pululando en los países más atrasados del globo terráqueo?

Todavía aquí es usual oír hablar de “burgueses y proletarios”, como si nada hubiera pasado en siglo y medio. Algunos sociólogos y economistas están acostumbrados a usar el epíteto “burgués” como si tuviera un significado inequívoco o, peor aún, como si pudiera significar lo mismo en los textos de mediados del siglo XIX en Alemania, que en Venezuela del siglo XXI.

La verdad verdadera es que la palabra “burgués” no tiene significado alguno para nosotros, como alguna vez designó en Europa al “habitante de un burgo”, esto es, de un centro urbano, en contraposición con el habitante del campo; o más tarde, gracias a los sociólogos, sobre todo marxistas, era un sinónimo de “capitalista”, lo que ya es un gran abuso del lenguaje.

Pero entre nosotros nadie absolutamente se ha ocupado de definir qué quiere decirse con “burgués”; qué puede significar esa palabra en países en los que no existe ni siquiera desarrollo industrial o financiero, en que no hay ninguna forma de acumulación de capital, por lo que mal podrían ser calificados como “países capitalistas”.

Por supuesto, puede decirse que éste no es un sustantivo que denomine a nadie en particular o en general, sino un adjetivo con el que se quiere denigrar de un conjunto indefinido de personas a los que se quiere etiquetar, del mismo modo que podría llamárseles “gusanos”, “escuálidos”, “oligarcas”, “fascistas” o “golpistas”, por lo que es demasiado tomarse en serio las palabras pretender que éstas tengan en realidad un significado, cuando no son más que groserías.

Pero hay un punto relativo al lenguaje que no se debe dejar pasar debajo de la mesa, porque es importante. El cambio subrepticio de “oligarca” a “burgués” tiene una pretensión “cientificista”, muy propia de la pedantería pseudomarxista de los comunistas cubanos y sus palafreneros en toda Latinoamérica.

No se trata sólo de pasar de la jerga propia de las guerras civiles venezolanas del siglo XIX, que solo se entiende en este país, a la jerigonza típica del comunismo internacional, comprensible en otros países, sino también de darle un tono correcto, “científico”, digerible para la “intelectualidad de izquierda”.

Por eso es relevante refutar ese lenguaje, no solo por ser estúpido y carente de sentido, por ser científicamente falso, moralmente condenable, sino también socialmente peligroso, como hace ya tantos años lo ha declarado la ONU respecto del racismo, por lo que en este punto, la organización se encuentra en mora con la humanidad.

BOLIVARIANOS. A la reiterada pregunta de si puede una república ser “bolivariana” la respuesta sigue siendo: no, en absoluto. Del mismo modo en que no puede ser “islámica” y según se ha demostrado históricamente, tampoco nunca fueron “socialistas” ni “soviéticas”.

La razón es muy sencilla: Las repúblicas se definen como personas jurídicas de derecho público y en tanto entes ideales, morales, colectivos, abstractos o como quiera considerárselas, no tienen cualidades humanas, no sienten amor ni odio, no experimentan preferencias ni aversiones, no sufren frío ni calor y lamentablemente para algunos, tampoco tienen ideologías ni preferencias sexuales, políticas ni religiosas. De manera que las repúblicas no sienten reverencia ni devoción por nada ni por nadie, ni siquiera por Alá (que es grande y misericordioso), tanto menos por personajes históricos.

Atribuirle estos sentimientos o convicciones a una república es sólo posible en virtud de una suerte de antropomorfismo, muy vulgar, que debe estar de algún modo emparentado con la manía de llamar “Madre Patria” a España o “Padre de la Patria” a un fundador totémico.

Pero queriendo ser reverente en exceso se cae en el otro extremo y resulta realmente ofensivo y denigrante tropezarse en el Nuevo Circo con un “mercado de buhoneros bolivariano”, así como con un teléfono celular, una manga de coleo, una fábrica de churros y un carrito popular “bolivarianos”.

La respuesta es tan obvia como la pregunta: ¿Qué hace que cualquier cosa se convierta en “bolivariana”? Nada, en absoluto y esta respuesta vale también para la república, que no es sino un sujeto jurídico entre otros cualesquiera.

Lo realmente novedoso es que entre la llamada “oposición” haya cundido también el lenguaje oficial y personas irreprochables (no colaboracionistas) repitan con toda naturalidad eso de la “República Bolivariana de Venezuela” sin detenerse ni un segundo a pensar porqué es o cómo puede ser una república así o bien se responden “porque lo dice la Constitución”; pero de allí a Fuerza Armada, Guardia Nacional, Policía y pare usted de contar, que todas son “bolivarianas”, aunque esa denominación no aparezca en la Constitución.

También es inquietante escuchar a opositores que se refieren al comandante en jefe llamándolo “nuestro presidente”; o a Maduro “nuestro canciller” y así por el estilo. Esto no es otra sutileza del lenguaje. Por más que usted busque, nunca encontrará a los opositores de antaño llamando a Pérez Jiménez “nuestro presidente” o a Pedro Estrada “nuestro jefe de seguridad”, luego, salta a la vista que la apreciación de unos y otros era y es muy distinta.

Así como nadie dijo que Pérez Jiménez ganó el plebiscito limpiamente y que habría que esperar al año 1963 para ganarle en libérrimos comicios, que es lo democrático, con lo cual, seguramente todavía estaría en el gobierno.

Pero la oposición no sólo es gobiernista y bolivariana, a mucha honra, sino que también es socialista. No sólo disidentes que todavía están en el parlamento, sino aspirantes al parlamento que no disienten para nada.

Será incongruente pero cierto que los llamados obreros de Guayana protestan; pero previamente aclaran que ellos fueron los que se enfrentaron al “paro golpista y al sabotaje petrolero”; que están con el proceso, que no son guarimberos ni boicoteadores (los demás sí lo eran); pero quieren que les paguen, que los reconozcan como accionistas tipo A de las empresas, en fin, que su conciencia de clase es subjetiva y crematística.

Como desconcertante ver a Andrés Velásquez como su vocero, el jefe de la Causa R, partido cuyo ideólogo, Alfredo Maneiro, es el héroe epónimo de las empresas básicas, bautizadas con su nombre una vez que les fueron “arrancadas a los adecos y a los copeyanos”, quienes “no volverán”.

Venezuela ha caído en una antinomia que sería indescifrable si no fuera porque basta saber que para la izquierda la democracia siempre fue una farsa. Partidos que se alternaban como quien opta entre dos marcas de refrescos, cambiando para que todo quede igual. ¡Eso es lo que tenía que lograr el socialismo para superar su fracaso histórico y volverse “democrático”!

Un gobierno socialista con una oposición también socialista, que se alternen en el poder para que lo que uno no consiga por las malas el otro lo logre por las buenas. El viejo truco del policía (o ladrón) bueno y el policía (o ladrón) malo; pero todos con el mismo objetivo: ultrajar y desvalijar a la víctima.

No hay socialistas malos y socialistas buenos, porque unos quieran lograr con la violencia lo que los otros pretenden conseguir con el consentimiento de los expropiados. Esto sólo lleva a un atolladero en que es imposible decidir si la oposición es peor que el gobierno o viceversa.

Ya es legión la gente que dice, como Noel Leal: “Quiero salir de Chavez, ¡pero la oposición no me deja!”

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