06-11-11
La
Cátedra Pío Tamayo de la UCV ha formulado esta pregunta provocadora,
para concitar opiniones que ayuden a esclarecer la situación de
“historia actual”, caracterizada como nunca antes por la confusión.
¿Para
una mayor legitimación del “proceso revolucionario”?, es la segunda
pregunta que acompaña como un subtítulo, que centra la discusión en la
consecuencia que implica participar en un proceso diseñado, dirigido y
financiado por el régimen, sobre el que mantiene un control
indiscutible.
Tradicionalmente
se ha sostenido que las elecciones sirven, en primer lugar, para
“legitimar” al Poder. Entendiendo por legitimación el “justo título”, en
el mismo sentido que propietario legítimo es el que tiene un título de
propiedad o hijo legítimo es el reconocido por sus padres.
En efecto, en el ancien régime
el Poder correspondía a quien se encontrara en la línea de sucesión
como heredero legítimo al trono, lo contrario era usurpación o traición.
Pero derrocados los monarcas y desconocida la sucesión, entonces el
título del gobernante no podía provenir sino del mito de la Voluntad
General, del pueblo o popular, como dicen ahora.
En
segundo lugar, las elecciones sirven para garantizar la transferencia
pacífica del Poder. Esto supone un acatamiento irrestricto a la
manifestación de voluntad del pueblo, que es el nuevo soberano. Esta
segunda función de las elecciones, menos citada que la primera, es
considerada tan esencial por los teóricos políticos que la ponen en el
centro de la definición de democracia.
Por
ejemplo, para Raymond Aron la esencia de la democracia es la aceptación
de la “competencia pacífica” por el Poder; Karl Popper dice, un poco
más dramáticamente que “sólo en un régimen democrático la clase política
puede ser cambiada sin derramamiento de sangre”.
Pero
éste no es sólo un problema teórico. Nikita Kruschov declaró que si el
socialismo quería tener algún futuro, tenía que resolver el problema de
la sucesión; porque no era posible que cada vez que se planteaba un
cambio de gobierno el país se pusiera al borde de la guerra civil. Como
ocurrió a la muerte de Stalin, en 1953, y en ese momento le estaba
ocurriendo a él, en 1964.
Ahora
bien, ¿qué pasa en los países donde no hay tal transferencia del Poder?
¿Para qué hacen elecciones los tiranos? Los autores han advertido el
tránsito de elecciones competitivas a elecciones controladas. Las
primeras son las que se estilan en occidente, éstas otras, no son
exclusivas de África, Asia y América Latina, sino que también se han
dado en Europa del Este y en España y Portugal, durante los períodos de
Franco y Salazar.
El
problema no es que alguien saque el 100% de los votos o más, sino este
otro: ¿para qué hacen elecciones, si se sabe que las van a ganar? Debe
haber alguna función de las elecciones en estos regímenes, más allá de
la mera movilización de los propios partidarios (función de
comunicación, transmisión de consignas y líneas del partido) y de
detección de eventuales opositores.
La
segunda función de las elecciones, de garantizar la transferencia
pacífica del Poder, se ha trastocado por “garantizar que no haya
transferencia del Poder”. Se invierte la concepción según la cual “quien
gana las elecciones tiene el Poder” por “quien tiene el Poder, gana las
elecciones”.
No
hay que hacer ningún esfuerzo de memoria para recordar al Comandante en
1998, después de un apoteósico mitin de cierre de campaña en Caracas,
declarando que “nosotros ya tenemos el Poder”. No obstante, iban a ir a
las elecciones, como quien cumple con un mero trámite burocrático. Para
ese entonces, la logia militar ya lo habría ungido.
El
fundamento argumentativo, por llamarlo de algún modo, es de un marcado
cinismo. Elecciones libres no hay en ninguna parte, porque los partidos
políticos controlan al electorado y lo conducen a votar por sus
candidatos. La nueva democracia sustituye o complementa el control del
electorado por el control del aparato electoral, de administrador a
fabricante de votos.
El
sistema es completamente hermético, a prueba de sorpresas, porque une a
los mecanismos tradicionales de control del electorado (el
clientelismo, la coacción de unos e intimidación de otros) un aparato
electoral inescrutable.
Ahora las elecciones sirven para legitimar y perpetuar el Poder.
EL TIRANO ELECTIVO
Tirano
es el gobernante que no somete su voluntad a la Ley, sino la ley a su
Voluntad. Los autores lo identifican por la reunión de las funciones de
comandante militar y legislador en la misma persona.
La
debilidad jurídica y política tanto del gobierno como de la oposición
reside en la prédica de que los tiranos se pueden elegir. Una, porque
ambos están violando la Constitución, que dice en sus Principios
Fundamentales que el gobierno de la República es y será siempre
“alternativo”; otra, porque aquella creencia contradice flagrantemente
el espíritu, propósito y razón del régimen constitucional, que es
impedir el reinado de un monarca absoluto y vitalicio.
En
el fondo de esta paradoja se encuentra la idea jesuítica de que “hay
que preguntarle al pueblo” que es la manera como el espíritu conservador
se ha infiltrado en el pensamiento revolucionario: si el pueblo quiere
un monarca, entonces está bien, porque la voluntad popular santifica
cualquier cosa, incluso la negación de la misma soberanía popular.
Contra
esta trampa jesuítica se enfrentaron los revolucionarios franceses
desde el principio, mediante otra paradoja preñada de graves
consecuencias: la libertad no es renunciable. Nadie puede elegir ser
esclavo.
Una
anécdota de la Revolución Francesa ilustra perfectamente esta paradoja.
Se trata de un noble que imbuido de espíritu revolucionario (y quizás
de cierto temor a la guillotina) libera a todos sus vasallos. Éstos,
aterrados por su futuro, se vuelven ante él diciendo: Señor, si somos
libres de elegir y nuestra voluntad es la ley, entonces hemos elegido
quedarnos a su servicio. Y aquél les responde: Si están bajo mi
voluntad, entonces les mando que sean libres. (A veces, esta anécdota se
adereza con algún golpe de mandador y el grito: ¡Insensatos! ¡Les
ordeno que sean libres!).
Es
imposible saber si estos hechos ocurrieron realmente, pero pone de
relieve lo que podríamos llamar “la paradoja de Rousseau”, para quien
era posible obligar a los hombres a ser libres, sin advertir la
contradicción que encierra este mandato sorprendente.
Lo cierto es que, por las dudas, esa posibilidad está negada por decisión revolucionaria, con autoridad de cosa juzgada: la Voluntad General no es lo que la gente quiere, sino lo que debe
querer, si atiende los dictados de la recta Razón. Lo que es
irrazonable no puede ser expresión de la Voluntad General y tiene que
ser reprimido, justamente, para hacerlo entrar en Razón.
En
consecuencia, la Constitución se levanta como un límite a la voluntad
del pueblo, además de ser expresión suya: los derechos humanos y
ciudadanos no son renunciables. Elegir a un monarca, crear una
aristocracia revolucionaria, es tanto como renunciar a la igualdad entre
los ciudadanos, restablecer el derecho divino de los reyes y perder la
libertad, recién conquistada.
Estos
principios inspiraron a los precursores y próceres de la independencia
de América, irónicamente, hoy puestos tan de moda y con ellos, sus
mismas incongruencias.
Por
ejemplo, la oposición se esfuerza en convencer al país de que ellos
pueden “administrar el fraude”, ponerlo a su favor, con la esperanza de
levantar un movimiento tan avasallador e indiscutible que los militares
se volteen y tras ellos el CNE y consortes.
Esta
apuesta, con todo lo que tiene de ilusoria, no cuenta con los
militares, guerrilleros y policías que no tienen regreso, porque están
montados en el yate de Fidel del que, como se sabe, nadie se puede
bajar, sin ser pasto de los tiburones.
Pero
lo más grave es que reconocen que el otro candidato también podría ser
electo, con lo que le garantizan veinte (20) años en el Poder, la
dictadura militar más larga desde la época de Juan Vicente Gómez.
Tratándose
de un personaje que fue electo para un período de cinco (5) años, sin
posibilidad de reelección inmediata, de acuerdo con la Constitución
entonces vigente y que prometió salir incluso antes, si resultaba un
fiasco, es imposible ignorar que quedarse cuatro períodos de aquellos es
un flagrante fraude constitucional.
Sólo falta elegir al candidato para ponerle un nombre imperecedero a la gran “paradoja de la oposición”.
GUERRA DE QUINTA GENERACIÓN
En
la sección de preguntas y respuestas la Cátedra pone de manifiesto su
preocupación por el tema de la violencia que, como un hilo rojo, recorre
toda nuestra historia desde su nacimiento hasta la actualidad y que
parece como un sino indeleble que marca nuestro destino.
En
efecto, si hubiera leyes en política y si expresaran correlaciones
infalibles entre fenómenos, entonces una ley de la política sería
aquella que estableciera una relación inversamente proporcional entre
consenso y violencia.
En
la medida en que este régimen pierde consenso en la población, en esa
misma medida aumentará la represión, las tácticas de intimidación contra
los opositores y el terror, en general.
Si
a esto le añadimos que se ha entregado a la población civil y sus
bienes como botín para el saqueo de las huestes patriotas, entonces el
panorama no puede lucir más desolador: nos precipitamos al siglo XIX, de
allí a la colonia, la conquista y terminamos donde empezamos, rodeados
de indios.
Vivimos una “guerra
de baja intensidad”, en rango creciente. La nueva etapa de la
revolución es una suerte de estado de naturaleza anterior al Estado
Civil, donde no hay leyes ni garantías, salvo las que cada quien pueda
defender.
Hubo
una época caballeresca en que existían declaratorias de guerra y nunca
se atacaba por la espalda, se le advertía al otro para que se
defendiera, lo contrario era la deshonra.
El
ideal militarista parece todo lo contrario. La adopción de las tácticas
de guerra irregular trae aparejada sus valores, o mejor, antivalores.
Atacar por sorpresa, preferiblemente a un enemigo desarmado, distraído e
inerme. No hay el menor rastro de fair play, honestidad y sentido del honor.
No
tiene otra explicación una “ley de desarme” implementada por un régimen
que promueve la milicia popular. Se tratará de desarmar “a los demás”,
porque ellos están armados hasta los dientes.
El
toque de humor negro es que se encarga del programa de desarme a Freddy
Bernal, el mismo encargado de armar a los grupos de acción inmediata,
los motorizados de la “bernalpol” que controlan el centro de Caracas.
Personaje
de ranking mundial, no por sus ejecutorias el 11 de abril de 2002, sino
por razones que sólo el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos
tendrá a bien saber y entender. Sin embargo, eso no le ha traído la
menor consecuencia ante las instituciones de este país, como no sea más
reconocimiento, a nivel de los grandes generales revolucionarios.
Así, las perspectivas del futuro se resumen en una sola palabra: caos.